XXXI

El mediodía del 27 de septiembre de 1939 tuve ocasión, por vez primera desde la declaración de guerra, de hablar a solas con Hitler en la Cancillería del Reich.

Acababan de darle la noticia de que el comandante de Varsovia había solicitado la capitulación. Hitler estaba del mejor humor y tenía toda la razón para ello: durante cuatro semanas, una débil cobertura de treinta y dos divisiones se había opuesto en Occidente a unos efectivos de 110 divisiones francesas, a las que se añadieron las primeras divisiones del cuerpo expedicionario británico. A pesar de ello, las potencias aliadas no habían atacado. Ahora, tras el final de la campaña "blitz" contra Polonia, día y noche se desplazaban divisiones alemanas del Este al Oeste.

Mi presencia tenía como motivo discutir un problema muy personal con Hitler. Más de la mitad del cuerpo de mandos de las H.J. se habían incorporado desde el principio de la guerra a la Wehrmacht. 314 jefes de las HJ. habían caído en Polonia y yo, jefe de aquella juventud, había seguido sentado en el seguro despacho de la jefatura nacional. Rogué a Hitler que me incorporara a las filas militares.

Pero el Führer no quiso saber nada sobre aquello.

—Considero estúpido que pierda el tiempo en un cuartel. Aquí, en la patria, usted es más importante, Schirach. No olvide que sus muchachos tienen que hacer ahora muchos trabajos de los adultos que ahora han sido incorporados a la Wehrmacht. Sus palabras tuvieron el acento de una orden irrevocable. Pero no me di por vencido. Y no pasó mucho rato sin que Hitler accediera a mi solicitud.

A finales de noviembre del año 1939 visité en unión del oficial de enlace de la Wehrmacht cerca de las H.J., comandante Paul Vólckers, las unidades destacadas en la Polonia ocupada, donde muchos mandos de las Juventudes Hitlerianas servían como soldados. En Varsovia me entregaron un telegrama que decía así:

"Führer conforme con incorporación a Wehrmacht".

¿Cómo se comportaban en el Wehrmacht cuando un alto jerarca del Partido ingresaba en sus filas como recluta? El problema no estaba previsto en ninguna ordenanza. Por ello fui acogido como un recluta cualquiera al que hay primeramente que enseñar a marcar el paso, luego cubrir de estiércol y finalmente, habituar a los gritos. Para los instructores constituía el nuevo recluta origen de una gran turbación. La turbación que podía proporcionar un recluta cuyo rostro todo el mundo conocía por haber aparecido en centenares de fotografías.

El comandante Vólckers encontró una solución: fui incorporado al regimiento de instrucción de Infantería, estacionado en Bóberitz, cerca de Berlín. En aquel regimiento prestaban sus servicios los soldados ya en activo, que habían sobrepasado ya su formación militar.

A primeros de diciembre me presenté como recluta al jefe del Regimiento de Instrucción. El jefe nacional de las Juventudes se convirtió en un granadero. Mi primer jefe fue el cabo Pinkepank. Ocupamos una habitación en el antiguo poblado olímpico de Dóberitz. Y luego dio principio a mi instrucción, ya que Pinkepank tenía la "misión" especial de enseñarme el entero abecedario militar. No me ahorró absolutamente nada, tanto en el patio del cuartel como en el terreno de maniobras, ni siquiera las interjecciones habituales entonces en el trato militar.

Los restantes oficiales y suboficiales me trataban con una mezcla de preterición y respeto, que en algunos casos llegaba a aparecer como cierta compasión. Los finales de semana estaban reservados a la limpieza. Vestido con el uniforme de faena y arrodillado en los escalones de entrada trataba de sacarles el mayor brillo posible. De pronto, el sargento mayor apareció ante mí.

—Vaya a su habitación, Schirach. ¡Usted no tiene que hacer eso!

Obedecí, pero sin gustarme aquello absolutamente nada. Quería ser un soldado como los demás. Y por ello, me dirigí a los oficiales para rogarles respetuosamente que no me dieran el trato reservado a un soldado de salón.

A partir de aquel instante se establecieron unas relaciones completamente normales entre el granadero Schirach y el resto del regimiento. En los ejercicios de tiro no obtuve, ciertamente las mejores calificaciones, pero alcancé, de todas maneras, los niveles reputados como normales.

"Recién regresado de mi viaje a América, necesito hablar urgentemente contigo." Este mensaje me llegó a principios de marzo al cuartel de Dóberitz. Su remitente era Colin Ross, con quien me unía una estrecha amistad desde hacía años.

Colin Ross era a la sazón el más famoso "globetrotter" y escritor de viajes alemán. A diferencia de otros colegas de su especialidad, acostumbraba a instalarse algún tiempo y en unión de su mujer e hijos en el país sobre el que quería escribir y sólo después de trabar un profundo conocimiento del mismo, redactaba su obra. En 1932 se había establecido en Suiza. Su libro titulado "El mundo en la balanza", aparecido en 1929, me había causado gran impresión. Colin Ross profetizaba una catástrofe mundial en el caso de que las potencias "blancas" no encontraran nuevas formas de convivencia con los pueblos de color. La mayor parte de los dirigentes nacionalsocialistas miraban con malos ojos a Colin Ross, sobre todo porque en 1918, cuando era oficial prusiano, se había puesto a disposición del gobierno socialdemócrata.

No dejó, por tanto, de sorprenderme que un día, en 1933, me visitara Colin Ross en mi despacho de la jefatura nacional. Durante más de una hora conversamos de política, literatura y problemas juveniles. Aquella conversación con el escritor me fascinó más intensamente todavía que la lectura de sus libros. Finalmente, Colin Ross pasó a hablarme de la finalidad de su visita: quería establecerse definitivamente en Alemania con sus hijos, que hasta entonces habían frecuentado escuelas en diferentes partes del mundo. Consideraba que solamente en Alemania podrían recibir una instrucción adecuada.

—Pero la cosa tiene una dificultad — dijo Colin Ross —. Me perdonará usted que hasta ahora no haya pasado a tratar este punto, ñero auería saber antes la clase de persona que usted era... Mi familia tiene un parentesco judío.

No vi en ello ningún impedimento para un regreso de la familia a Alemania y ayudé incluso a Colin Ross a encontrar una cómoda vivienda en Munich. Para demostrarle que no me importaba poner de relieve mi trato con él y su familia, les invité a pasar unos días en mi casa, en Kochel. Ralph Ross, su hiio mayor, de dieciséis años de edad, era uno de los muchachos más dotados que he conocido. Había escrito ya un libro titulado "De Chicago a Chunking" y demostraba seguir las huellas de su padre. Ralph ingresó, inmediatamente después de su regreso, en las Juventudes Hitlerianas.

Cuando fueron promulgadas, en septiembre de 1935, las leyes de Nuremberg e incluso los "cuarterones" de judíos excluidos de todas las secciones del NSDAP, me dirigí a Hitler. Se mostró dispuesto a hacer excepciones en el caso de las H.J. y me dijo:

—Facilíteme listas de nombres de todos los jóvenes para quienes desea que se haga una excepción. Entregúemelas personalmente, sin que pasen por nadie.

Por este método, en el transcurso del año, fueron declarados millares de muchachos como arios y a ninguno de ellos les ocurrió nada hasta el término de la guerra. Claro que este par de miles de "arianizados" no significaron gran cosa al lado de los millones de judíos a los que nadie pudo o quiso ayudar.

Entre el matrimonio Ross y yo se estableció una profunda amistad. En marzo de 1939, cuando las tropas alemanas entraron en Checoslovaquia, había emprendido Colin un viaje a los EE. UU. Un año después se hallaba de regreso y quería hablar conmigo. Aprovechamos el fin de semana para encontrarnos en el hotel "Kaiserhof". Colín Ross me dijo cosas que me parecieron bastante graves. Había adquirido en su viaje por Estados Unidos la convicción de que en las elecciones presidenciales que se celebrarían en el otoño de 1940 resultaría elegido por tercera vez Franklin D. Roosevelt y que Norteamérica entraría, pronto o tarde, en la guerra.

—Tienes que informar a Hitler de todo ello — le dije.

—Lo haré del meior grado si me procuras una audiencia.

Desde que yo era granadero, había evitado ver a Hitler. Me parecía una medida de elegancia. Pero el momento no era pronicio a aquellas actitudes, por lo que aquella noche me vestí el uniforme de recluta. Luego anduve los doscientos metros aue separaban el "Kaiserhof" de la Cancillería. En el bolsillo tenía la llave que abría el portal de la vieja Cancillería, en la Wilhemplatz. donde tenía mi despacho de jerarca nacional del Partido. Desde allá, una escalera conducía directamente abaio. al salón de la chimenea. Como cada mediodía y noche, esperé aquella víspera de domingo a que se congregara la habitual compañía de la que Hitler gustaba rodearse para sus comidas.

Fui saludado con efusión por los presentes. En aquella reunión prominente, la vista de un recluta no era cosa habitual. El ayudante militar de Hitler, comandante Engel, recibió con una sonrisa mi novedad y me dijo que el Führer se encontraba en la biblioteca, a solas. Hitler dio la vuelta a su sillón giratorio mientras me presentaba a él:

—Se presenta el granadero Schirach, del Regimiento de Instrucción de Doberitz.

Sonrió y se quitó con gesto apresurado las gafas que llevaba, colocándolas junto al libro que tenía ante sí.

—Ya vé, Schirach; me hago viejo y necesito gafas — dijo —. Con todo, llevo de mejor grado esta guerra con cincuenta que con sesenta años.

Se informó sobre mi estancia en Doberitz y me preguntó, con un experto conocimiento que me sorprendió, sobre las armas en que me instruía.

—Los señores franceses e ingleses no tardarán en experimentarlas.

—¿Atacaremos en el Oeste?

—Puede estar seguro de ello. Y les venceremos.

Aquel era mi momento.

—Entonces tendremos que enfrentarnos con América — dije.

Hitler se echó a reír y me miró como un viejo maestro a un alumno travieso.

—¿De dónde ha sacado tamaña tontería? No exigimos nada de América, ni América nada de nosotros. Incluso si vuelve a ser presidente el señor Roosevelt, los republicanos no le dejarán que entre en la guerra contra nosotros. Su jefe, el senador Taft, es un amigo de Alemania, así como el héroe nacional americano Charles Lindbergh y el rey de los automóviles, Henry Ford...

Yo era de otra opinión.

—En USA no hace la política el presidente de una empresa automovilística y los puntos de vista de un aviador que ha cruzado el Atlántico apenas son conocidos por la masa de la opinión. Por su parte, Taft es un importante político que tiene bastantes probabilidades de llegar a la presidencia. Pero igualmente puede no llegar a serlo jamás, porque el pueblo americano confía en los demócratas y no en los republicanos para llevar a la práctica las reformas sociales.

Hitler cogió sus gafas, las metió cuidadosamente en la funda y preguntó:

—¿Quién le ha hecho a usted partícipe de semejantes habladurías?

—Sin duda piensa usted que alguno de mis parientes americanos ha influido sobre mí — respondí —. Pues bien: mi parentesco no juega en este caso el mínimo papel. Por eso le ruego que escuche el informe de un hombre que ha vivido años enteros en América y conoce, además, el mundo entero...

—¿De quién se trata?

—De Colin Ross.

Estaba seguro de que Hitler no había leído ningún libro del escritor, pero de que conocía, por lo menos, el nombre.

Aquella misma noche fijó Hitler la fecha para su audiencia a Colin Ross: el 12 de marzo de 1940. Conversó con él durante una hora. El consejero de la legación, Hewel, del ministerio de Asuntos Exteriores y habitual representante de Ribbentrop cerca de Hitler, tomó notas de la conversación con destino a su ministerio. Estos apuntes, a pesar de haber sido muy parcialmente transcritos para no indignar a quien se mostraba seguro de la neutralidad americana como Ribbentrop, evidenciaron la claridad con que Colin Ross habló con Hitler. Como me contó después él mismo, Colin no demostró en la conversación duda alguna de que América entraría en la guerra y de la culpa de ello la tendría, sobre todo, la persecución de los judíos en Alemania.

Al término de la conversación, Hitler había expresado el deseo de tener una segunda entrevista con Colin Ross. Pero ésta no se llevó nunca a cabo. Ross fue recibido luego algunas veces por Von Ribbentrop y creyó con sinceridad que todo lo que informaba al ministro del Exterior era puesto en conocimiento de Hitler. No puedo afirmar que Ribbentrop llegara a desaprovechar tan interesantes informaciones, pero mi largo conocimiento con el que fue ministro del Exterior me hace suponer que no era capaz de comprender en toda su extensión y gravedad el alcance de lo que Colin Ross le comunicó.

De todos modos, ni una sola vez dejó de pedir a Colin Ross que redactara un informe de cuanto acababa de decir. El ministro actuaba así de acuerdo con la vieja fórmula: cuando un hombre resulte demasiado inteligente o pueda llegar a ser en exceso peligroso para ti, ocúpale con memorándums.

Colin Ross redactó infinidad de memorándums. No le fue posible variar con ellos el curso de la historia, pero en mi opinión, cumplió el histórico servicio de haber destacado ante los ojos de Hitler todo el inmenso poder de que disponían los Estados Unidos. Dijo a Hitler, clara y rotundamente, que los americanos no se darían por satisfechos con que se les garantizara la inviolabilidad de su hemisferio. Dijo a Hitler que el pueblo americano estaba poseído por un espíritu misionero y se sentía llamado a ser juez del bien y el mal en la vieja Europa. Le dijo también que no serían las grandes potencias de aquel momento las que tendrían poder de decisión sobre el futuro, sino las potencias mundiales del mañana: América, Rusia y como tercera, aquella que Colin Ross supo presentir ya en aquel momento: China.

Pero nadie es profeta en su tierra. Colin Ross, un alemán de ascendencia anglosajona, que había sido oficial en la primera guerra mundial y era admirado en todas partes del mundo donde se leían sus libros, no pudo hacer más de lo que le era posible.

Muy pronto se vio obligado a reconocer la esterilidad de su empeño. Pero tuvo que pasar bastante tiempo hasta que el hombre se dio por resignado. Y le resultó muy difícil ir viviendo los acontecimientos tal como él los había previsto. En los últimos años de la guerra vivía con su esposa en nuestra casa de Urfeld, en el lago Walch. Cuando los primeros tanques americanos se aproximaron el 29 de abril de 1945 al Kesselberg, Colin Ross mató a su mujer y luego se quitó la vida.